“Cristo continua la realización de la obra de la salvación sobre todo a través de la acción litúrgica de la Iglesia. Está presente en el sacrificio de la misa, sea en la persona del ministro -ya que el que ahora se ofrece por ministerio de los sacerdotes es el mismo que entonces se ofreció en la cruz- como, sobre todo, bajo las especies eucarísticas. Está presente con su virtud en los sacramentos, de modo que, cuando alguien bautiza, es Cristo quien bautiza. Está presente en su palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura, es El quien habla. Está presente, por último, cuando la Iglesia suplica y canta salmos, el mismo que prometió: Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos, (Mt 18,20).
Con razón se considera la liturgia como el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo. En ella, los signos sensibles significan y, cada uno a su manera, realizan la santificación del hombre, y así el Cuerpo místico de Jesucristo, es decir, la Cabeza y sus miembros, ejerce el culto público íntegro.
Por tanto, se considera toda celebración litúrgica, por ser obra de Cristo sacerdote y su Cuerpo, que es la Iglesia, es acción sagrada por excelencia, cuya eficacia, con el mismo título y en el mismo grado, no la iguala ninguna otra acción de la Iglesia.
En la liturgia terrena pregustamos y tomamos parte en aquella liturgia celestial que se celebra en la santa ciudad de Jerusalén, hacia la cual nos dirigimos como peregrinos.
Por esto, el domingo es la fiesta primordial, día de alegría y de liberación del trabajo”.
(Fuente: Constitución sobre la liturgia Sacramentum Concilium, del Concilio Vaticano II, núms. 7.8.106)