Escribe San Bernardo sobre la devoción que ha llevado a la Iglesia a venerar con ternura las llagas de Cristo en la cruz: “¿Dónde podrá hallar nuestra debilidad un descanso seguro y tranquilo, sino en las llagas del Salvador? Las heridas que su cuerpo recibió nos dejan ver los secretos de su corazón; nos dejan ver el gran misterio de piedad, nos dejan ver la entrañable misericordia del Señor” (Sermón 61).
Así, pues, el Nuevo Testamento concentra la obra salvífica de Cristo en el perdón de los pecados, que es resumen de la misión recibida por Jesús del Padre. La oportunidad del perdón, ofrecida a cada persona, acontece a través de la conversión, esto es, del retorno a Dios del que por el pecado nos distanciamos. San Agustín describió el camino del pecador como alejamiento de Dios y vuelta a las criaturas. Jesús proclama el reino de Dios, como cercanía salvífica a la humanidad; y ante este anuncio pide: Convertíos y creed en el Evangelio (Mc 1,14-15). La conversión es dar un giro a la vida, volviéndose al Dios vivo y abandonando los ídolos.
He aquí la clave del perdón de los pecados en la obra de Cristo: En Jesucristo, por su sangre, tenemos la redención, el perdón de los pecados (Ef 1,7); Con sus heridas fuisteis curados (1 Pe 2,24); Por su sangre hemos recibido la redención, el perdón de los pecados (Lc 1, 77). Por esto, la cruz de madero ignominiosa de ejecución se ha convertido en árbol de vida eterna, ya que en ella estuvo colgado y expiró el salvador del mundo. (Cf. Ricardo Blázquez).
Todo esto tendremos ocasión de meditarlo los viernes en el ejercicio del Vía Crucis de Cuaresma.