“Las almas sencillas no necesitan usar medios complicados. ¡Oh Jesús!, ni siquiera es necesario decir: Al atraerme a mí, atrae también a las almas que amo. “Atráeme”, y eso me basta. Cuando un alma se ha dejado fascinar por el perfume embriagador de tus perfumes, ya no puede correr sola, todas las almas que aman se ven arrastradas tras ella.
Señor, tú sabes que yo no tengo más tesoros que las almas que tú has querido unir a la mía. Tú sabes, Dios mío, que yo nunca he deseado otra cosa que amarte. No ambiciono otra gloria. Tu amor me ha acompañado desde la infancia, ha ido creciendo conmigo, y ahora es un abismo cuyas profundidades no puedo sondear.
El amor llama al amor. Por eso, Jesús mío, mi amor se lanza hacia ti y quisiera colmar el abismo que lo atrae. Para amarte como tú me amas, necesito pedirte prestado tu propio amor. Sólo entonces encontraré reposo.
La caridad me dio la clave de mi vocación. Comprendí que, si la Iglesia tenía un cuerpo, compuesto de diferentes miembros, no podía faltarle el más necesario, el más noble de todos ellos. Comprendí que la Iglesia tenía un corazón, y que ese corazón estaba ardiendo de amor. Comprendí que sólo el amor podía hacer actuar a los miembros de la Iglesia; que, si el amor llegaba a apagarse, los apóstoles ya no anunciarían el Evangelio y los mártires se negarían a derramar su sangre. Comprendí que el amor encerraba en sí todas las vocaciones… ¡En una palabra, que el amor es eterno!”