¿Cómo puede Dios ser amado? ¿Cómo puede haber unión con un ser no conocido naturalmente?
La respuesta es que la unión del entendimiento y la voluntad con Dios, se realiza sobrenaturalmente. Dios es conocido (vía afecto) por el camino del amor sobrenatural y no por el de la racionalidad. El rayo de tinieblas ilumina la voluntad. El conocimiento que llega al entendimiento es confuso y general, pero, bastante suficiente, para que la voluntad se sienta inflamada y enamorada sin saber ni entender todo.
Hay, entonces, una peculiar manera de amar sin entender que San Juan de la Cruz aclara en estos términos: “Acerca de lo que algunos dicen que no puede amar la voluntad sino lo que primero entiende el entendimiento, ésta es la manera de entender naturalmente; pero por vía sobrenatural puede Dios infundir amor y aumentarle sin infundir ni aumentar distinta inteligencia”. Y, es que el conocimiento nacido del afecto impulsa al entendimiento a conocer más a Dios. Y lo hace de dos maneras: buscando un conocimiento más bien racional, a través de la ciencia teológica; y el otro, místico y sobrenatural, que lo da la propia unión con Dios, al hacer participar al entendimiento con la sabiduría y la gracia de Dios, que no es sino sabiduría de amor. Solo el amor es fecundo.
La ciencia teológica es la fe que busca entender, y así nos podemos unir con Dios, pero de manera relativa. Pero para unirse a Dios solo sirve la sabiduría que da la ciencia teológica y la ciencia del amor sobrenatural. Así que, la unión con Dios exige amor y ser amado en igualdad de amor. El alma desea amar a Dios con la pureza y perfección que ella es amada de El. Sin embargo, en esta vida no puede conseguirse el amor puro y perfecto de Dios, solo se consigue de una manera relativa; será en la otra vida que el alma amará a Dios con una inefable plenitud de amor. El amor perfecto es cosa del cielo. Solo allá seremos semejantes a Él, nos dice la carta de San Juan (1Jn 3,2). El Amor pascual es regalo para toda la eternidad.
Cf. T. Vergés, Por las sendas espirituales de san Juan de la Cruz, pp. 144-145.